jueves, 5 de noviembre de 2009

Estrella de los grandes medios

Una tuerca más dentro de esta maquinaria perfectamente perversa. Esa sería la definición para una joven periodista que, como tantas/os otros/as, poseen una asombrosa capacidad para desteñir (como lavarropas demoledor de añoradas prendas antiguas) los valores. Gente capaz de transformar un compromiso profesional (¿Vocacional? ¿Con la “verdad”? Ya nadie sabe, confundir es el lema), una búsqueda honesta y desinteresada - siempre inquieta y auténtica- en un trámite, en un cumplido, en una alforja rutinaria.
Pocos - casi ninguno- de los estudiantes que sueñan con ser periodistas piensan que ejercer esa hermosa y siempre romántica profesión significa pasar a papel el dictado del pagador. Lejos está del imaginario juvenil, de esa fuente de vida necesaria, pura y movilizadora, pensar el arte de relatar los acontecimientos en términos de una rutina administrativa encadenada a las normas marquetineras. Desalienta gravemente, siendo la periodista tan joven, semejante grado de resignación, de sometimiento.
Ella no llegaba a los treinta y pico de otoños y su desapasionada postura ridiculizaba, racionalmente, toda utopía. Naturalmente y con pasmosa aceptación, hacía un paralelismo entre el corte y confección y el periodismo. “Un medio elige que noticias brindar”, eran las palabras que elegía. Es que la ética, el compromiso (salvo con el que paga) no representaban valor alguno o criterio a seguir para ella. No se trataba de informar, sino de dar los datos que favorecían a la empresa en la bolsa. “La objetividad no existe”, decía la periodista. Y no lo decía con pretensiones epistemológicas, sino que utilizaba dicho discurso como un arma de defensa, como una justificación frente a la inmensa distancia que separaba a su empresa de la honestidad, de la transparencia. A muchos de los que la escuchaban les indignaba y hasta les dolía -porque ellos sí son puros- el que fueran sólo los intereses empresariales (extra periodísticos) de sus patrones los que alimentaran el motor de su oratoria. Luego, como consuelo y hasta sonriendo improvisaron una frase.

“ `No existe el bien, todo lo que hace el hombre lo hace por propia motivación`, decía el asesino sentado sobre el banquillo del acusado. Y así, sin más, se autodeclaraba inocente ” .

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